
El hambre
Cuatro relatos en torno a la muerte
Estos cuatro relatos tratan la muerte de formas dispares, formas que oscilan entre lo simpático y lo indignante, lo lógico y lo absurdo, la dicha de no ver la muerte asomarse por ningún lado hasta que de improviso, en un instante, aparece, y la melancolía de tenerla presente todo el tiempo.
Escritos originalmente entre 1998 y 2003, estos cuentos han sido revisados casi dos décadas más tarde para esta edición.
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Visita al profesor de salto

Pelusa en la nieve (fragmento)
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La negligencia puede ser cosa del azar. Cuando es así, no siempre es evidente que un hecho de negligencia ha ocurrido, el responsable calla, deja caer el peso todo sobre el azar, la mala suerte, el hecho se considera un accidente. Con lo anterior no quiero decir que la negligencia deba ser reconocida siempre ni mucho menos que sea siempre culposa.
Es común que cuando le dedicamos una atención profunda a un juego tendemos a omitir cualquier elemento que no forma parte de este. En ciertas ocasiones esa omisión se da como un acto de inclusión: no reconocemos la diferencia del elemento porque no estamos abiertos o predispuestos a asimilar su existencia, de modo que le encontramos semejanzas razonables con elementos del juego, despojándolo así de su diferencia. Esto es exactamente lo que pasó con el conejo.
Era la víspera de Navidad y estaba solo en Groningen, ciudad holandesa donde estudiaba y vivía en una casa con otros tres estudiantes de la Universidad, un alemán, un lituano y un italiano. Todos se habían ido de la ciudad a pasar las fiestas con familiares o amigos. Yo también me habría ido a otra ciudad si hubiese tenido dinero. Ulrich me invitó a pasar Navidad con su familia en Bremen. No estaba lejos y habría aceptado, pero, además de que mi situación financiera era precaria, tenía que terminar un texto para la segunda semana de enero. En realidad, el texto no lo había ni comenzado. En las semanas recientes buena parte de mi mensualidad la había gastado en fiestas y salidas nocturnas que, a su vez, dejaban poco tiempo para el trabajo. De modo que me quedé a pasar Navidad y Año Nuevo solo en la casa. Estaba solo, además, porque la casa era parte de un conjunto de cuatro casas que compartían áreas verdes y espacios de estacionamiento y los vecinos de otras casas también habían salido. Únicamente estaba yo y una pareja de ancianos que se hacían notar muy poco.
El condominio se sentía desolado, pero no tanto como la universidad, donde la biblioteca y otros pocos servicios seguían operando con un horario reducido. A veces me daba la impresión de que la biblioteca, enorme, con sus pasillos flanqueados por miles de libros y sus mesas de estudio, la tenía para mí solo, pues no veía a nadie más y había un silencio que ni el más recio de los bibliotecarios habría deseado. Era el silencio del abandono, no del sosiego. Los lugares donde típicamente hay mucho movimiento, gente, una fuerte sensación de vida, cuando se vacían de eso provocan una tristeza peculiar. Así era la universidad esos días. Para salir de ese abandono solía ir al centro de la ciudad, tomar un café, trabajar ahí un rato viendo gente prepararse para las fiestas, gente haciendo compras, gente alegre, familias con niños. Por un rato me conectaba con el mundo, luego volvía a casa. Nunca había pasado la Navidad solo y estaba descubriendo que no era una experiencia alegre.
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La muerte de Luisa (fragmento)
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Temprano en la mañana no imaginé que pasaría el día con la idea de matarme. Llevaba ya más de una semana sin tener esos pensamientos que durante las semanas posteriores al rompimiento con Isabel llegaron a ser asfixiantes. Fue inesperado, no el rompimiento, que se dio tras un periodo de conflicto, sino caer en ese foso emocional. La depresión, con la que desde muy joven debí aprender a convivir, manteniendo a raya los pensamientos suicidas y los estados más inhabilitantes, no anticipé que me sobrecogería por un evento tan puntual como el fin de una relación de pareja.
Los pensamientos suicidas por lo general no son estratégicos ni procedimentales, no llevan necesariamente a planear una ocasión y un método. Los pensamientos suicidas, contra lo que puedan pensar quienes no han padecido ese problema, suelen ser pensamientos de segundo plano: si se sintieran en la piel se sentirían como el viento, si hablaran lo harían en sotto voce. Están en la mente como una potencialidad. Un pensamiento suicida puede ser tan sutil como una desidia con respecto a seguir viva. Nunca, hasta el rompimiento con Isabel, la depresión vino como consecuencia de un evento concreto, identificable. Por eso me sorprendió, también porque mi relación con Isabel, cuando terminó, yo ya sabía que terminaría.
Durante semanas viví algunos de los peores episodios depresivos que he vivido, pero esa mañana yo creí que la depresión estaba en una fase de salida. Sobre todo, la idea del suicidio ya no me atormentaba ni me preocupaba. No es que no pensara en Isabel, pero pensar en ella desde una semana o diez días atrás había dejado de provocarme emociones destructivas. No obstante, hay noches de las que despierto como si hubiese descendido a un mundo nefando y hubiese vivido allí experiencias terribles y, al despertar, sensaciones remanentes de esas experiencias siguieran atormentándome. Así desperté esa mañana, sin saber qué soñé, adónde fui durante el sueño, pero sospecho que alguna relación tenía con Isabel, porque pensé en ella y de inmediato sentí un malestar en el estómago, un desvanecimiento que me tumbó en una silla frente a la cama con un sudor frío. Su ausencia me dolió en las vísceras y en la piel.
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La homosexualidad se establece como un ejercicio distinto de la heteronormatividad y, sin embargo, también como un ejercicio igual del amor. A veces parece una trampa. El yugo de lo que llamamos naturaleza humana nos hace a todos desear lo mismo, aunque sea con formas diversas y por medios distintos. ¿Por qué queremos lo mismo? ¿Por qué es un conflicto vivir de cierta forma, aunque no dañe a nadie? El derecho a amar a quien nos dé la gana, con la intimidad y sensualidad que mejor nos convenga, la libertad de formar comunidades multiformes, híbridas, sin necesidad de pedir permiso, sin tener que asumirlo como un conflicto porque de antemano sabemos que es el derecho a una libertad negada. ¿Por qué? Digo, por ejemplo: yo quería tener un hijo (¡vaya ejemplo!). No es que todos los seres humanos queramos tener un hijo, pero un hijo es ante todo la promesa de una comunidad, un anclaje en el mundo que no es necesario encontrar por fuerzas del azar o el destino, sino que viene de adentro. Un hijo nace, incluso si se adopta, y construye o reproduce una comunidad. Y eso sí que lo queremos todos: comunidad. Probablemente Isabel tenía razón en considerarlo inoportuno, pero yo no buscaba tener un hijo, no planeaba embarazarme ni encontrar un niño necesitado de una familia amorosa y una vida digna. No iba a tenerlo, al menos no en un plazo definido y por unos medios razonados, el mío era un deseo abstracto como una fantasía que en el fondo sabemos que no tendremos la determinación necesaria para hacerla realidad, como querer irme a vivir a Islandia o cambiarme el nombre porque el mío me parece horrendo. Quería que ella comprendiese o respetase mi deseo. Como no lo hizo, me puse a fingir que ese deseo podía devenir en un proyecto factible. Me obstiné en tener algo que no estaba preparada ni para buscar. Una postura absurda que una tarde terminó con una discusión desordenada que no supimos concluir. Dijo —gritó—: «¡Por qué tienes que ser tan ordinaria! Pocas cosas hay en el mundo más vulgares que una lesbiana empeñada en tener un hijo!» Yo estoy convencida de que hay muchas cosas más vulgares y ordinarias en el mundo, pero callé, la miré con ira, casi con odio.
Soy una mujer de treinta y cuatro años que ahora vive sola y esa mañana, cuando la depresión me volvió a tomar por sorpresa, vomité el desayuno entero pocos minutos después de ingerirlo. Vomité en el lavamanos porque no tuve tiempo de levantar la tapa del inodoro. Cuando levanté la cabeza me encontré con mi rostro descompuesto en el espejo: pálido, con manchas rojas en la piel, los ojos húmedos, los contornos de los ojos inflamados.
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El hambre (fragmento)
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Llego a casa un día ordinario, sin nombre ni número, un día cualquiera, sin propósito ni significado. Cierro la puerta, dejo las llaves en la mesita de la entrada y reconozco de inmediato que estoy solo. Tu presencia tiene una resonancia que se siente en la piel y en los huesos incluso desde muchos metros de distancia, con muros y ventanas y aire de por medio, y no la siento. Hace tiempo que no la siento, pero no me acostumbro. Es un disparate que no estés, reniego de la posibilidad de acostumbrarme a ese disparate y al mismo tiempo no sé cómo debo interpretar tu ausencia. ¿Cuál es la sustancia que falta cuando no estás?, me pregunto, y, sin querer, me pongo a deambular por esa pregunta como uno lo haría por los pasillos y escaleras de un edificio de Escher: subo y bajo sin subir o bajar, no dejo de moverme, pero no llego a ningún lado. O sí: llego aquí, al punto del comienzo, aunque es idéntico a todos los demás puntos del recorrido. O no: quizá todos los puntos son uno, imagino que me muevo, no hay recorrido. Para romper esa circularidad monótona, ese ir y venir sin dejar de estar aquí, decido que te has ido para siempre, de todas partes. Decidir esto deriva necesariamente en la aceptación del disparate del que antes renegaba, pero no puedo razonarlo porque la decisión trae consigo una certidumbre que me duele como una mano encajada en la boca del estómago. Una mano que hurga, una mano como un hambre que se extiende y se hace puño, como un corazón que tiene dedos, una mano que rasguña las entrañas con unas uñas largas y viejas.
Cuando la mano se cansa —se adormece, el dolor cede— busco a alguien para llenar un poco el hueco que has dejado. Parece increíble pero la mujer que encuentro tiene tu nombre, el número de tu teléfono y un físico tan similar al tuyo que al verla por primera vez siento un escalofrío. Por eso cuando viene me animo a pedirle que sea tú, que juguemos a que es tú. Lo hace por un precio razonable porque no es una petición del todo extravagante, incluso me asegura que lo ha hecho antes. Se pone tu ropa, la que dejaste cuando te fuiste sin haberlo decidido aún y yo no me he atrevido a deshacerme de ella. Me dice que estás muerta pero que allí, desde la muerte, el deseo de mí te acompaña, que vives deseándome y ahora estás aquí, por un lapso indefinido, y puedes amarme. Otra vez siento un escalofrío y se me salen unas lágrimas a pesar de la tosquedad del absurdo. «No estás muerta», le digo, pero ella responde que sí, pero has vuelto en ella, por medio de ella. Dice que va a quedarse todo el tiempo que pueda, pero que el tiempo en la muerte es caprichoso y maleable, y, por lo tanto, estará conmigo hasta que deje de estar conmigo. Intenta amarme y lo consiento, se acerca y lame mis lágrimas, me acaricia. Por un instante, mientras siento el calor y la humedad de su boca, no me importa quién es, entonces me dejo llevar por sus caricias y pienso que sabe lo que hace, porque lo ha hecho antes, como dijo, y le ha funcionado y también le va a funcionar conmigo.
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Visita al profesor de salto (fragmento)
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Gustavo procuraba hacerlo todo despacio, con un ritmo lento pero fluido, y, con frecuencia, elegante. Con ese ritmo era imponente como los árboles y las rocas grandes que parecen inamovibles. Su lentitud lo dotaba de una fortaleza y un carácter singulares. Con frecuencia, también de una elegancia que hoy en día se ve poco.
Desde que volvió de Canadá y Estados Unidos, se notaba que había cambiado mucho. Estuvo allá cerca de diez años haciendo estudios de posgrado en neurociencias y kinesiología que culminó con un doctorado en la Universidad de Columbia sobre algo así como la distensión del tiempo y el espacio en la práctica de los deportes de alto riesgo. Era lógico que hubiese cambiado, los lugares, las experiencias y la gente con quienes convivimos nos cambian a todos. Además está el factor del tiempo, a través del tiempo nuestro cuerpo cambia, nuestro cerebro cambia, nuestras ideas y hasta nuestra sensibilidad cambian. Esto último me lo decía él con mayor detalle; sin embargo, sospecho que no era eso lo que había detonado el cambio más notable en sus ideas y sensibilidad. Después de terminar sus estudios se quedó trabajando en Nueva York poco más de dos años. Al inicio de ese periodo fue a Alemania a tomar un curso breve en la Universidad Técnica de Berlín, el curso pretendía enseñarle a la gente a desacelerar su ritmo de vida y se fundamentaba en las virtudes y beneficios de la lentitud, tan desacreditada en nuestra civilización. Según entiendo, era un curso con finalidades lúdicas, recreativas o terapéuticas, pero Gustavo veía en los postulados de ese curso una aplicación práctica en su trabajo, ya que reafirmaba de una forma empírica algunas premisas con las que llevaba tiempo trabajando. Además de su trabajo, gradualmente fue incorporando esas ideas en su vida corriente. En principio, nada de esto era problemático, pero con el tiempo todas las creencias, todas las posturas, si son reafirmadas una y otra vez, acaban por adquirir un sesgo de fanatismo, y el fanatismo tarde o temprano entra en conflicto con otras creencias y posturas. A veces el conflicto es violento. La violencia también puede practicarse con lentitud.
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Gustavo decía que el principio de la reivindicación de la lentitud consistía en no reaccionar a estímulos externos sino a motivaciones interiores. Decía, por ejemplo: «Cada quien tiene un ritmo interior, cada ser, cada objeto, vibra con una frecuencia particular, pero nos han enseñado a movernos todos al ritmo de sistemas e instituciones sociales que son, necesariamente, artificiales. Constructos sociales. Necesitamos descubrir y defender nuestro ritmo, cada uno el suyo, para recuperar nuestra libertad, y necesitamos recuperar la libertad, como concepto y como derecho natural.»
En una ocasión, que recuerdo como el segundo evento más insólito que viví con él en esa última etapa de nuestra amistad, habló al respecto con una inclinación más académica que espiritual, como si estuviera en un aula llena de alumnos que lo escuchaban, unos con tedio y otros con admiración [...]
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