top of page
Subir

©La vida en el átomo   

«Voy a contar la historia de una familia millonaria y miserable, mi familia. Algunas tragedias, algunos crímenes, nada que cause demasiada simpatía. Entiendo que la gente adinerada puede provocar fascinación, pero rara vez lástima o simpatía, especialmente si se trata, como ha dicho mi hermano Dani, de «una estirpe de mierda». No todo lo que voy a contar es cierto, la ficción se cuela aquí y allá, pero yo misma ignoro con exactitud qué partes no son verdaderas. Esta es, simplemente, la historia como la conozco.»

próxima publicación (aquí una muestra)
Shadow_edited.png

-and your memory in my head three years after- And read Adonais' last triumphant stanzas aloud

-wept, realizing how we suffer-

And how Death is that remedy all singers dream of,

sing, remember, prophesy as in the Hebrew Anthem, or

the Buddhist Book of Answers -and my own imagination

of a withered leaf -at dawn-

Dreaming back thru life,

Your time -and mine accelerating toward

Apocalypse...

Allen Ginsberg, Kaddish

Sí, el átomo es casi vacío. La materia es una suerte de vacío, una tensión energética.

 

Sonia Fernández-Vidal

Preludio

«Al arruinar tu vida en esta parte de la tierra, la has destrozado en todo el universo», sentenció Cavafis en La Ciudad. No es posible huir de nada temiendo que haya algo de verdad en ese verso, y dudo que exista un motivo más fuerte para huir que el de alejarse de la ruina en que la vida se ha convertido en una parte de la tierra. Huir no es trasladarse, tampoco es viajar, es renegar de una condición y cambiarla por otra, aunque esta sea incierta, y, potencialmente, peor que la anterior. Quiero decir que si Cavafis tenía razón, huimos siempre en vano: la ruina la llevamos dentro, es algo que somos, en lo que nos hemos convertido. Así, la idea de un nuevo comienzo es una ilusión, no hay ruptura con el pasado, lo que hemos sido es también lo que somos. Para reconstruir o construir algo nuevo es necesario enfrentar las circunstancias que nos llevaron a la ruina. 

     Nada de esto sabía yo cuando me fui de México a los 19 años para no volver a ese país sino hasta 15 años después, cuando Gonzalo fue a buscarme a la isla portuguesa donde me refugiaba, y el prospecto de volver con él me hizo creer que la sentencia de Cavafis, para mí, ya no era un destino.

 

*

 

     Federico Sánchez decía que me amaba. Escrito así, después de muchos malentendidos y casualidades desafortunadas, me parece una pésima broma, pero lo dijo tantas veces que la repetición y la falta de ingenio terminaron por darle una pizca de credibilidad. Jurar su amor es un mecanismo de seducción trillado que usan los hombres, en ocasiones- ha de funcionar, pues hay mujeres, me consta, para quienes el motivo fundamental para estar con un hombre es su creencia —a veces contra toda evidencia— de que ese hombre las ama. No soy de esas mujeres, creerle a Federico no implicó una reciprocidad de mi parte. No obstante, estuve con él. Durante la mayor parte del tiempo breve que pasamos juntos pensé que se trataba de una obsesión de un hombre caprichoso y banal, acostumbrado a esforzarse poco para obtener lo mucho que tenía. Ignoro hasta qué punto al creerle que me amaba (a medias, nunca del todo) lo acepté mejor, a él y sus pretensiones y propuestas. Sé bien, en cambio, que eso no fue un factor relevante en mi decisión de irme con él a otro país. No, esa decisión estuvo fundada en mis circunstancias personales y facilitada por mi vieja inclinación hacia la fuga, convertida ya en un mal hábito, como una adicción con la que se busca repetir unas sensaciones cada vez más difíciles de conseguir y aunque las consecuencias sean un lastre cada vez mayor.

     No sospeché que Federico estaba involucrado en la desaparición de Gonzalo hasta que estábamos en Buenos Aires, habiendo estado primero en Cartagena de Indias unas semanas. Lo sospeché en un taxi viajando de Puerto Madero a La Recoleta después de una cena con mi mamá, quien había llegado desde México buscando una explicación a mi viaje y mi relación con Federico, y para tratar de convencerme de volver con ella o por mi cuenta, pero pronto. No podía darle una explicación, no la había, no en términos lógicos y causales. Mi situación con Federico era absurda, tratar de explicarla habría sido una necedad. Mi mamá decía que a un mes de la desaparición de Gonzalo se rumoraba de mí que había huido con un hombre y ese rumor, entre los comentaristas más voraces, hasta me implicaba en un crimen. A veces mi mamá me aburre, ella no lo sabe, no sé por qué si se lo he dicho tantas veces, pero sospecho que la razón tiene que ver precisamente con ese defecto suyo que más me aburre: no escucha, por eso me hablaba de comentaristas voraces cuando debería saber que a mí esa gente no me importa nada. «No estoy huyendo, tampoco sabemos que Gonzalo haya sido víctima de un crimen», le dije desde que me llamó por teléfono unos días antes. Era mentira, que no huía; lo de Gonzalo, aunque me había enterado, tan solo unos días atrás, de que nadie sabía nada de él ni de mi hermano Mauricio, no me había puesto a imaginar en serio que alguien los hubiese secuestrado o, mucho peor, asesinado. 

     Mi mamá no quería encontrarse con Federico ni que él supiera de su viaje a Buenos Aires, quería evitar confrontaciones, hablar conmigo con calma y sin la intervención de nadie. Por eso nos encontramos en su hotel y cenamos en un restaurante frente al Río de la Plata, en una terraza en Puerto Madero. Mi mamá no había vuelto a Argentina en más de veinte años y de pronto se puso nostálgica al recordar un Buenos Aires de otra época, cuando conoció a mi papá, cuando nacimos mi hermano y yo, antes de irnos a vivir a México. «Si hubieras conocido Buenos Aires antes de la dictadura… ¡Es impensable lo que le pasó a este pobre país!» «Le pasó lo mismo que a todos los pobres países de América Latina, mamá: nunca pudimos ponernos de acuerdo en nada.» Era injusta con ella, mi opinión carecía de rigor tanto como la suya, y mi mamá, al decir eso, seguramente  recordaba los años difíciles que marcaron su regreso a México, los primeros años de la dictadura de Videla. Sin embargo, también es cierto que le parecía una blasfemia la idea de que el subcontinente latinoamericano ha forjado una historia de fracasos políticos, sociales y económicos por culpa nuestra y de las tantas generaciones que nos precedieron. Nuestra precisamente, sus habitantes privilegiados y glorificados, tan ocupados durante siglos en mantener vigente el desprecio por el resto de la gente en esos países. Ella procuraba vivir tranquila mientras le durara la ilusión de que su comodidad no era privilegio sino derecho, un hecho causal ligado a su genealogía y su raza, que es como suele concebirse el privilegio cuando ha sido heredado de varias generaciones.

     Después de la cena caminamos por el andador del puerto, era una noche agradable de principios de febrero, el viento refrescaba el calor medianamente húmedo del verano. Pasamos frente a una heladería que conocía bien porque tenía varias sucursales en la ciudad. Los helados argentinos son el pedestal de la grandeza de la heladería italiana de otros tiempos, yo comía helados en Argentina todos los días. Entramos en la heladería y le recomendé a mi mamá «Un helado de sambayón que le encanta a Federico», así lo dije, con la afectación típica de las mujeres cursis en las películas cuando hablan de su enamorado. Ella replicó, sorprendida: «¿Qué tono ese, Ana? No me digas que te estás enamorando de ese hombre.» Su pregunta me cogió desprevenida, no me atreví a decirle que se equivocaba, que las últimas semanas me había distanciado de Federico por sensaciones que todavía no lograba racionalizar pero no eran buenas, que lo de Federico era un entretenimiento, un dulce a punto de disolverse en la boca. Me sentí injusta con Federico, culpable con Gonzalo, me sentí arrogante, pueril y manipuladora. Mi mamá comió el helado de sambayón y no habló más del asunto, hasta que estuvimos en el taxi rumbo a su hotel, entonces dijo: «Vas a salir perdiendo con todo esto, hija, si quieres a ese hombre no puedo convencerte de que vuelvas. Pero vas a volver por ti misma, vas a volver mal, tú no sabes lo que él quiere contigo.» En eso último se equivocaba, yo sabía muy bien lo que Federico quería conmigo, también sabía que yo no podía dárselo sino a medias, como ya se lo había dado aunque estaba a punto de quitárselo. Nos despedimos afuera del hotel, me deseó buena suerte, me dijo: «Cuídate, Ana, te quiero», una frase común pero cálida en su sinceridad. Me dio la impresión de haberse ido tranquila, después de todo hizo lo que fue a hacer, lo demás era decisión mía.

     El taxi me llevó al hotel donde estaba viviendo con Federico. Él estaba en Buenos Aires por cuestiones de trabajo y a mí no me quedaba claro si pensaba quedarse allí a vivir indefinidamente. Yo estaba ahí por mis propios motivos, y de pronto me pareció curioso estar precisamente en Buenos Aires, la ciudad donde nací, esperando, no del todo consciente, una especie de renacimiento. No estoy segura si eso tuvo alguna influencia en mi disposición al cambio que se venía gestando desde unos días antes de la visita de mi mamá, cuando supe lo de Gonzalo, pero considero que sí la tuvo. Mientras dudaba si bajarme del taxi o no, volví a la noción de amar a Federico y el sambayón —que es un helado de huevo con azúcar— me sugirió la incongruencia de no amarlo en absoluto y sin embargo estar con él en ciudades donde no conocía a nadie más. Esa sugerencia me hizo preguntarme si en aquel momento Federico sabía lo que estaba pasando como parecía saberlo cuando salimos de ciudad de México, como parecía saberlo en Colombia; quiero decir, si me ocultaba algo y ese ocultamiento era, en el fondo, al menos en parte, el motivo por el que inesperadamente me anunció que se iba de México una temporada larga. Cuando me lo dijo, ahora lo sé, no esperaba que yo lo acompañara, pero cuando decidí hacerlo él creyó que era por él, que de alguna forma lo seguía. Fue un malentendido, no lo seguía en absoluto, lo aprovechaba para darme a la fuga una vez más. No tardó en intuir eso, estoy segura, pero no lo sabía o se negaba a aceptarlo. Federico era un hombre orgulloso, perseverante, educado, extremadamente atractivo y sofisticado, y, a veces, divertido. Por lo general era agradable estar con él, pero no había claridad en sus actos y palabras y a partir de esa noche ya no pude sacarme de la mente que Federico podía estar involucrado en las desapariciones de Gonzalo y Mauricio.

     No amaba a Federico, insisto que eso lo tuve claro todo el tiempo, lo del helado de sambayón fue una expresión errática de la naturaleza de nuestra relación, o del origen y continuidad de nuestra relación no razonada. Mi mamá y el helado, esa noche, eso sí, me hicieron recuperar la certeza de no amarlo, a pesar de haberme acomodando temporalmente en esa especie de clandestinidad, de idilio sin fronteras y también sin destino. «Amo a Gonzalo. Es un disparate estar aquí», me dije con dientes apretados al tiempo que reconocía, como antes fui demasiado cobarde para hacerlo, que Gonzalo debía estar muerto, Mauricio también, y, mientras me angustiaba con esos pensamientos, el taxista hacía gestos de impaciencia porque no me bajaba de su coche ni le daba instrucciones de llevarme a alguna parte. La sola consideración de subir al cuarto de hotel y encontrarme con Federico en esas circunstancias me dio asco, de modo que acabé con la espera del taxista, le pedí que me llevara de regreso a Recoleta, allí parece siempre haber suficiente luz, suficiente gente, motivos suficientes para no ir a la cama todavía.

     Los motivos de Federico para herir a Gonzalo se me ocurrían exagerados y no explicaban la simultánea desaparición de Mauricio, pero eso carecía de la suficiente fuerza argumental para superar mi estado emocional y mi desconfianza de esa noche. Me equivocaba, quise implicar a Federico en la desaparición de Gonzalo y Mauricio por motivos personales, pero a la vez no me equivocaba, Federico estaba implicado, aunque aún no podía imaginar de qué forma tan obtusa.

 

*

 

     A las 11:30 de la noche me metí en La Biela, un viejo café cerca del Cementerio de la Recoleta. Mientras tomaba un café, absorta en el ruido y el movimiento de otra gente (el lugar estaba atiborrado), quise decidir qué era Federico. No sabía. Me dio miedo no saberlo. Pasé los primeros diecinueve años de mi vida sin tener idea de casi nada mientras mi papá, mi mamá y mi hermano me ahogaban con sus certidumbres particulares; luego pasé los siguientes 15 años ausente de mi familia, con relaciones pasajeras, a veces intensas, a veces triviales, lidiando con la incertidumbre con una actitud semejante a la resignación, convencida de buena o mala gana, pero irremediablemente, de que la incertidumbre es la condición esencial de la experiencia humana, tratando de hacer de mi incertidumbre una virtud de mi oficio académico, pero en el fondo nunca lo creí del todo. Nunca rechacé la incertidumbre como esa noche ante la idea parcial que me estaba formando de Federico, nunca sentí una necesidad tan profunda de saber algo. Detalles y pequeños eventos se acumulaban dándole a Federico un sesgo de villano en el que no había reparado antes. Mis relaciones con todos los hombres con quienes he tenido algún grado de intimidad han sido complejas; con las mujeres, con esas mujeres centrales en mi vida, mis relaciones no han sido mucho mejores. He sido torpe para lidiar con los conflictos, cuando no los evadía los hacía más grandes. Con frecuencia los hacía más grandes al evadirlos. La riqueza familiar que —ahora lo sé bien— ha dejado muertos y desheredados en distintas partes del mundo, me ha permitido fugarme, con cierta elegancia unas veces y otras con bastante obscenidad, casi siempre con demasiada prontitud. Aquella noche en el café no dejaba de pensar en abandonar a Federico, no toleraba la idea de volver a compartir la cama con él como una pareja que no éramos. La intimidad ya no era posible. A menudo llegaba el día en que la intimidad con alguien me parecía impenetrable, pero este caso era especial por el rechazo expreso que me estaba provocando la imagen de Federico. Con una inmediatez menor también pensaba en Gonzalo y me daba miedo, pensar en él en ese momento me generó una angustia que a su vez agudizó mi rechazo a Federico. Seguramente era demasiado tarde para pensar así en Gonzalo. Lloré, en silencio pero con un torrente de lágrimas imposible de ocultar. Un hombre en una mesa contigua me miró con desconcierto y algo de ternura. Yo lo miré no sé de qué forma, con la cara mojada, los ojos hinchados. Me sentí profundamente sola y me pasó por la mente irme con él a alguna habitación. Parecía ser algunos años más joven que yo, apenas mejor que feo pero atlético y de aspecto noble. Se levantó de su mesa, dejando a sus amigos con sus carcajadas, para acercarse a mí. Yo también me levanté y eché a andar, le sonreí al pasar junto a él casi rozándolo sin detenerme, dije «Con permiso» y me alejé caminando hacia la calle.

     Era casi la una de la mañana, fui a la suite del hotel donde vivíamos, decidida a dejar a Federico esa misma noche. Él no estaba. Para mi sorpresa, me sentí decepcionada, me di cuenta de que quería confrontarlo allí mismo. Entonces reconsideré mi decisión: estaba agotada, me puse la piyama y me dormí. La mañana siguiente encontré una nota en la mesa de noche. Federico había llegado cuando yo estaba dormida y se disculpaba por haberse ido de nuevo:

Ana, disculpa lo de anoche, unos clientes españoles que no saben dormir. No he querido despertarte, tampoco esta mañana. Te llamo más tarde, Besos. 

     Me sentí aliviada de no haberlo encontrado, era mejor así, sin confrontación ni explicaciones. Después de desayunar empaqué mis cosas y desactivé mi teléfono móvil. Dejé Buenos Aires esa misma tarde.

©Todos los derechos reservados

©Ricardo Mazatán Páramo

del capítulo 5

Barbeque_edited_edited.png

*

 

     ¿Dijiste que la tuya es una estirpe de mierda? –le pregunté a Dani, retomando su charla de hacía más de una década con Gonzalo.

–La nuestra, Ana, los Roisen... Pasa que hasta el apellido es robado.

–¿Cómo robado?

–Roisen no era el apellido de mi abuelo, cuando llegó de Holanda era Roitz. Mi abuelo era un mentiroso y no sentía ninguna vergüenza.

–Yo siempre pensé que lo querías.

–Al principio me caía muy bien, pero me equivoqué. Mi abuelo me platicaba sobre la historia de la familia, don Joaquín, Europa antes de la guerra, lo hacía todo interesante y yo sentía que me hablaba como a un adulto, que me hacía revelaciones importantes sobre cómo funciona el mundo. La verdad es que me manipulaba. Me contó mucha mierda sobre el pasado de mi padre, te digo que era un gran mentiroso y yo estaba predispuesto a entrar en conflicto con don Joaquín, por eso le creí todo. Vaya, sabía que exageraba algunas cosas, que inventaba detalles, pero lo importante, lo sustancial, se lo creía. Lo curioso es que don Joaquín de hecho tenía un pasado más bien turbio, pero mi abuelo ya ni lo conocía, todo lo que me contó eran conjeturas equivocadas que él había sacado sobre la manera como don Joaquín se enriqueció por su cuenta. Ninguno era noble ni nada parecido, pero entre los dos estoy seguro que mi padre era el menos malo. 

Dani hizo una pausa, se puso pensativo mientras bebía su whisky, ouego retomó la charla:

–¿Recuerdas el asado en la estancia de mis abuelos, justo antes de volver a México, hace más de treinta años?

–Sí, claro, te recuerdo teniendo el día de tu vida.

–Sí –replicó Dani con una sonrisa casi avergonzada–, mi abuelo me hizo muchos honores y yo me los tomé… era casi un niño, Ana.

–Sí, sí, eso lo entiendo, pero hubo un momento, ya era tarde, de noche, cuando mi papá y mi abuelo se abrazaron y compartieron una botella de vino… ¿Recuerdas?

–Sí.

–Tú los miraste como si los reprobaras por hacer eso.

–¿Cómo sabes eso? –preguntó Dani intrigado.

–Yo los estaba observando. Esos gestos se me quedaron grabados, los de ellos pero más el tuyo.

–Me acuerdo de ellos, pero no sé cómo los miré. Lo que es cierto es fue justo esa tarde cuando mi abuelo empezó a dejar de fascinarme. Puede ser que los miré con reprobación porque yo sabía que se detestaban, y, según yo, por lo que sabía en ese entonces, tenían cosas que reprocharse que a mí, a esa edad, me parecían irreconciliables. O sea que encima de todo me parecieron unos hipócritas. Cuando volvimos de ese viaje tuve muchos problemas con don Joaquín, luego los tuve con mi abuelo cuando me fui a Argentina, al principio nos quedamos con él en la estancia, Sancho y yo. Y al principio estuvo bien porque era como un viaje, pero después de dos o tres semanas ya no. ¡Bendito Sancho, no sé qué habría hecho sin él allá! Cuando Sancho volvió a México yo me fui a Buenos Aires. El problema era que, por más que se detestaran, don Joaquín y don Carlos eran parecidos. Y yo también, ahora me doy cuenta. Mi padre reprobó a mi abuelo, yo reprobé a mi padre… Al final todos somos una mierda.

©Todos los derechos reservados

©Ricardo Mazatán Páramo

bottom of page