Desde mi terraza el estadio parece un cubo. Está a seis cuadras un poco torcidas hacia el norte, en línea recta desde mi terraza lo primero que veo es una esquina. La mujer que me vendió el departamento dijo que ese es el norte y no sé por qué yo lo recuerdo mejor que cualquier detalle sobre el vecindario y el edificio, ‘Al norte está el estadio de fútbol, pero le afectará. ¿Le gusta el futbol?’ ‘A veces’, respondí, también mi respuesta la recuerdo bien. Nunca había visto el estadio desde una perspectiva que no fuera demasiado cerca o desde lo alto, mi terraza está en un quinto piso, alcanzo a verlo en su totalidad pero con unas proporciones y formas engañosas. Tiene una forma peculiar de tan ordinaria, es una caja rectangular, como ningún estadio que conozco. Dependiendo de la iluminación, lo he notado, porque además es blanco, los ángulos se ven suaves, con curvas, o filosos, con ángulos de noventa grados que dan una sensación de rigidez que no me gusta.
Un día caminé hasta allá con el único propósito de tocar esas esquinas. A pesar de ser enormes pude seguir con mis manos la curvatura y concluir que, por la dimensiones, el ángulo era más bien cerrado, desde entonces pienso en el estadio como todos los demás en la ciudad lo llaman, un cubo, o ‘el cubo’. El cubo en realidad es un caparazón de metal que encierra otra estructura de concreto, entre una y otra estructura hay pasillos, tiendas, locales de comida. La estructura interior consiste solamente en las graderías. Cuando me mudé al vecindario el estadio era aun bastante nuevo, dos años atrás lo habían inaugurado después de haber derrumbado el estadio viejo en ese mismo lugar. Tres años tardaron en construirlo. Cuando recién me mudé la gente se refería a él como ‘el estadio nuevo’ tonto como ‘el cubo’.
Esa mañana, mientras tocaba el metal rugoso y me enteraba de las cualidades del caparazón, conocí a Ana, o la vi por primera vez, que para mí es lo mismo.