Compartimento
Dos horas después de haberme levantado de la cama la densidad del aire ha bajado un poco, el sol se veía más brillante y yo me sentí menos triste. No sé si tienen algo que ver la presión atmosférica y la humedad del ambiente con mi estado de ánimo, pero respiro mejor con una humedad media y si respiro bien, estoy de buenas, incluso en una mañana como esta, después de la noche malograda con Mar y el vino y el abandono tan reciente de Ana, y los restos de bocadillos de por sí mediocres para apaciguar el hambre en la madrugada, y el vino, que aunque poco, a esas horas nunca es buen agüero.
Un hambre de verdad me vino a eso de las 8.30, como si el vino y los restos de pan no hubieran hecho sino cabrear el hambre con su débil intento de calmarla. Fui a ponerme unos pantalones deportivos y una playera y unos tenis y salí a la calle a ver qué se antojada desayunar. De tanto pensar en el estadio y mirarlo terminé por allí. Los quioscos estaban cerrados a esa hora, excepto una vieja furgoneta Fiat pintada de negro y blanco donde un tipo joven con un bigotillo largo vendía café y panecillos, o más bien se aburría sin vender nada. Nunca sobra el café y menos tan temprano, así que pedí uno y unas magdalenas para acompañarlo. Aun tendría que ir a desayunar a otra parte pero al menos allí, en la gran explanada afuera del estadio, tan sola, volví calmar el hambre y de paso le di al tendero -barista, para darle crédito a su pinta de urbanita- un motivo para no recriminarse estar allí a esas horas en domingo.