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Solo faltan los muertos

     Un mal apego amoroso, un asesinato y un malentendido. Nadia, amante de Alfonso, desaparece una tarde cuando debían encontrarse, como tantas otras veces, en una habitación de hotel. Esa misma tarde asesinan a una mujer en un callejón cerca de allí. Esta coincidencia de eventos lleva a Alfonso a emprender una búsqueda que podría poner en peligro su vida, pero también hacerlo sentir enteramente vivo por primera vez desde su niñez, terminada abruptamente y demasiado temprano, porque la consciencia plena de la muerte es el fin de la infancia.

     

     Cuando Alfonso se propone averiguar qué le ocurrió a su amante se da cuenta de que no sabe nada de esa mujer con quien pasó muchas horas en una relación que, aunque semejante a un juego de rol, le ha dejado la impresión de haberse enamorado. Se plantea entonces descubrir quién es en realidad Nadia, por qué ha desaparecido y por qué lo ha engañado. Su búsqueda se entrecruza con la vida y muerte de la mujer asesinada en el callejón, como dos vertientes de una misma historia que Alfonso se empeña en llevar hasta sus últimas consecuencias.

     

     Narrada en primera persona, esta es la historia de un crimen, un engaño, un amor, unas amistades y alianzas improbables y la capacidad de levantarse después de haber caído estrepitosamente. La muerte —el asesinato y el suicidio—, la melancolía ante el trauma, la familia y la comunidad, las cualidades metafísicas del cuerpo y la ambigüedad de las relaciones en nuestro tiempo son los temas centrales por los que deambula el narrador, oscilando entre el encuentro y la pérdida, el recuerdo y el olvido, la reflexión y el humor.

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breve fragmento ilustrado (Time Lapse)

[...] Di al play con el control remoto y esta vez encontré la película reconfortante, las imágenes de animales pudriéndose en segundos reflejaban mi incredulidad y mi pasmo. Time Lapse, la marcha fúnebre en honor de todo lo que muere, todo lo que se deteriora, todo lo que es únicamente sobre el principio de serlo con brevedad. La comodidad de nuestras creencias, la cortedad de nuestro conocimiento ante el mundo vasto que se expande justo allí donde nuestros sentidos y nuestra razón se acaban. «I’m a bloody nought just like those two», murmuré con resignación. [...]

 

[...] Me fui a la cama pensando en una frase dicha por uno de los zoólogos en la película —«Reptiles didn’t die out, they grew feathers and became birds»— y una tableta de amitriptilina y media de clonazepam. Quizás así despertaría con la mente en blanco la mañana siguiente, sin sueños ni reminiscencia de nada que no hubiese vivido con plena conciencia. Y si soñaba, acaso podría soñar que fui un reptil que se convirtió en ave.

(del capítulo 47, páginas 371-372)

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Tim Lapse
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Crimen, engaños, amor, amistad y secretos. ¡Este libro lo tiene todo! ¿Tenías clara la idea para la trama de la novela?

Pues sí, acabó teniendo de todo. No era esa la idea original. Y no es que tuviera una idea clara de adónde iría la historia cuando comencé a escribir la novela. Pero sí creía que sería una historia más simple. Escribir, para mí, es un ejercicio de exploración y descubrimiento. No planeo mucho, comienzo con un concepto y lo voy desarrollando cada día. Por ejemplo, una de las cosas que no tenía idea que iban a pasar, habiendo ya escrito buena parte del primer borrador, es el personaje de Paula. Un día estaba escuchando The Blower’s Daughter, de Damien Rice, y el final de la letra me metió en la cabeza que tenía que inventarla y meterla en la historia. En ese momento, la historia cambió radicalmente. Se hizo más compleja. Algo similar pasó con el personaje de Diana y lo que le pasó a Alfonso al final de la segunda parte.

Sin embargo, creo que nunca perdió su sentido original. Y es que esta novela es un derivado de un cuento que escribí en 2003. Estaba en mi primer año del doctorado en sociología en la Universidad de Essex, en Colchester. Había cambiado de proyecto de investigación y supervisor y todo eso me tenía un poco tenso. Llegaron las vacaciones de Semana Santa, con una primavera inusualmente soleada y calurosa en Inglaterra, y, con la universidad vacía, decidí tomarme una pausa del trabajo académico y ponerme a escribir ficción. Así escribí, entre otros, un cuento que llamé Pliegues. Trataba sobre una mujer que deja plantado a su amante al mismo tiempo que matan a una mujer y todo eso que pasa al inicio de la novela. El cuento terminaba con Alfonso huyendo de la casa de Arturo Castro, y ya. Mi idea era que nunca sabría quién era Nadia, ni por qué le mintió, ni nada. Un poco jugar con la posibilidad de que el personaje no pudiera saber nada. Quiero decir, que fuera no solo plausible, sino lógico que no pudiera saberlo. El cuento lo escribí en un café junto a una ventana que daba a un andador muy similar al que describo en la novela. Por eso es probable que así se me ocurriera la idea de la mujer que salió y, segundos más tarde, se perdió para siempre entre la multitud del andador. Unos diez años más tarde me encontré ese cuento, lo leí y pensé: «Esto funcionaría mejor como el primer capítulo de una novela». Pero no la escribí sino hasta varios años más tarde, cuando la idea había madurado y escribirla ya me pareció inevitable. El tema sobre la imposibilidad de saber lo trasladé a otra parte de la vida de Alfonso, a otra relación —mucho más importante que la de Nadia, por cierto.

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«El día que conocí a mi madre»

Es imposible recordar un sueño tal como ocurrió, la descripción y el relato de un sueño son una obra de ficción. No obstante, hay sueños que creemos recordar con tanta precisión que se nos presentan con todo y título. «El día que conocí a mi madre», uno de los sueños que recuerdo con mayor precisión, lo tuve esa noche después de recordar mi primer encuentro con Nadia en la habitación 316, tras la

grotesca afirmación de Luis. Juliana Erhardt era mi madre, hacía piruetas y saltos acrobáticos en un auditorio penumbroso y desolado. Estaba desnuda y no tenía más de    

dieciocho años. Actuaba para mí, pero sin haberse percatado de mi presencia. Esa era la impresión predominante, que actuaba para mí. Digo que yo estaba ahí porque la veía, pero acaso no estaba yo ahí, sino ella en mi imaginación, y mi punto de vista no era el de un observador subjetivo, sino el de uno omnisciente. La veía desde todas partes, desde todos los ángulos. Quizás ella no podía verme porque estaba dentro de mí, y precisamente por eso actuaba para mí. ¿Por qué digo que era mi madre si era el cuerpo adolescente de Juliana? Porque en el sueño eso era irrefutable, los sueños son autoritarios de un modo kafkiano. De pronto, irrumpió Nadia en el sueño. Ella estaba completamente vestida en una campiña donde yo estaba solo sentado en el pasto comiendo algo y me dijo, caminando hacia mí desde la distancia, pero lo escuché con mucha claridad: «¿Cuándo fue la última vez que viste a tu mamá?». Y yo quise decirle que recién la había visto brincando desnuda cuando era una joven gimnasta llamada Juliana Erhardt, pero no pude porque ya no estaba, desapareció en cuanto hizo su pregunta. Rehuí cualquier intento de interpretar el sueño, excepto por el acto de nombrarlo.

 

(del capítulo 15, página 102)

El día que conocí mi madre
Entrevista

Roads (fragmento)

[...]

—El reverso del complejo edípico —comenté mientras él armaba el cigarro.

—Ah, entonces ya lo habías pensado.

—No, ni lo pienso ahora. Es algo que dijo Nadia cuando nos conocimos, me vino a la mente.

—¿Lo dijo de ti? ¿Acaso hablaste de tu madre con Nadia cuando la conociste?

—No exactamente.

—No exactamente… ¡Ooh, y te sorprende que te haya engañado! Le diste todas las claves.

     Pasamos las siguientes dos horas escuchando música, fumando, tomando vino. El sistema de sonido superpoderoso de Luis llenaba el apartamento con sonidos de música electrónica. Massive Attack, UNKLE, Tricky, The Notwist, Björk, Portishead… Beth Gibbons cantaba Roads como si el destino del mundo pendiera de un hilo de baba. Me hizo sentir envuelto por su aliento, adentro de su voz: allí habité el mundo frágil que cantaba. El bajo y los tambores rebotaban en las paredes y desaparecían en el aire, como unas criaturas etéreas que brincaban de un rincón a otro y antes de volver a brincar dejaban de estar por un instante: desaparecían y aparecían, y era imposible saber cuál de los dos era el milagro. Le dije a Luis:

—¿Ves lo que está pasando? —Y canté con Beth sin dejar de sentirme envuelto en los pliegues de su voz—: «Ohh, can’t anybody see? We’ve got a war to fight. Never found our way. Regardless of what they say. How can it feel, this wrong?

From this moment, how can it feel, this wrong?…».

     

 

 

     La canción no terminó nunca, no esa noche. Aunque otras canciones siguieron de otros músicos con mundos y ritmos distintos, me quedé con Beth, porque Beth cantaba lo que yo sentía, y en su canto no era místico ni melodramático, era

sencillamente real.

     Tengo la impresión de que Roads relata una derrota, habla de la guerra como la consecuencia de un fracaso. ¿Me sentía yo en el umbral de una guerra? En contraste con ese ánimo, Luis me miraba con una sonrisa de cara entera. Proyectaba bienestar. Mi guerra no era suya, por más que estuviera dispuesto a acompañarme en la batalla.

     Tal vez la idea de la guerra me hizo recordar a Sergio Pasquel. Pensé en las veintiocho páginas que escribí sobre Nadia en la comisaría. Hay algo fascinante en la mentira cuando se entreteje finamente con la verdad. En un párrafo escribí que ella fue quien propuso encontrarnos en el hotel Vía Alteza una mañana que hablamos sobre el sexo y terminé invitándola a cenar. Seguía viendo a Nadia desnuda en el balcón, siempre y como fuera que pensaba en ella, de algún modo, me venía

también esa imagen que se había convertido en símbolo igual de su presencia como de su ausencia. Nadia desnuda de espaldas mirando hacia el patio, Nadia desnuda de frente mirando hacia mí. Su disposición a mostrarse y ocultarse por medio de un mismo gesto, y esa frase destinada a derrotarme: «Jamás me mataría frente ti». Pero ¿se mataría? ¿Se mató, con otro nombre y otra vida que me ocultó desde el principio? Otra vez la idea, la sensación de derrota y el suicidio. Pensaba en Nadia y en una guerra, ambos pensamientos convergían en la sensación de una derrota consumada desde antes de luchar. No pude recordar por qué hablamos de sexo y luego la invité a cenar. Quizás era mentira que hablamos de sexo o hablamos de algo tangencial al sexo, algo más sutil, algo de un carácter erótico que invitaba más al roce que a la penetración.

[...]

(del capítulo 14, pp 99-100)

Roads

Capítulo 1

No entendí cuándo Nadia salió del Café Samperio la tarde que desapareció. No la vi salir, pero respiré su aroma, el de su cuerpo mezclado con Chanel N.º 19 que no confundiría nunca. Si este hecho me desorientó fue porque entre mis habilidades más desarrolladas estaban la de calcular el tiempo con obsesiva minuciosidad y la de percibir aromas. Habilidades triviales, pero bien arraigadas en mi manera de ordenar el mundo que me rodea. Catorce segundos después de percibir su aroma tendría que haberla visto caminando por el andador, como sucedía siempre después de mirarla en el Samperio y antes de encontrarnos en la habitación 316 del hotel Vía Alteza. Esa tarde hubo un error de coordinación entre mi percepción olfativa y mi cálculo temporal que se juntó con una serie de eventos insospechados cuyo rastro me empeñé en seguir. A partir de ese momento, vinieron unos meses en mi vida en los que casi nada se prestó al cálculo.

 

*

 

     Yo estaba leyendo junto a una ventana del Samperio que daba hacia el andador. El Café Samperio está situado en la esquina interior de una vuelta en forma de «L» del andador Juan Frei en el centro de la ciudad. Desde la ventana podía ver el mercadillo que se pone allí todos los días, puestos de flores, vegetales y productos comestibles de todo tipo, predominantemente artesanales. Era un día caluroso, demasiado para ser un 21 de marzo. A las 17.23 escuché la puerta del café abrirse y vi a Nadia entrar y caminar hasta ubicarse detrás de dos personas para pedir algo para llevar. Al verla me alegré; nuestros encuentros estaban regidos por una ritualidad que yo no controlaba, aunque anticipaba con un ansia gustosa. Mientras estaba en la fila, ella me miró brevemente como cualquier mujer lo haría con un desconocido que la contempla en un lugar público: con una mezcla de halago y desaire. Llevaba zapatos negros con tacones medianos y un vestido ceñido sin mangas color champaña que iba bien con sus ojos de grandes pupilas e iris verdosos, su piel clara y su pelo castaño. Me gustaba imaginar que los jueves se vestía con una elegancia impecable y que el motivo era nuestra cita, aunque probablemente se vestía con el mismo esmero de lunes a domingo y rara vez pensaba en mí cuando 
escogía su ropa en la mañana.
     Volví a mi lectura. Ocho minutos más tarde sentí el aire cargado de su aroma moverse ante su paso rumbo a la calle. Es cierto que su aroma se mezclaba con el del café molido, la madera y la piel de los muebles y un montón de otros aromas, pero todos los desestimé por anónimos o triviales. El olor de una persona es un atisbo de su intimidad, trae consigo signos de su fisiología, sus hábitos de alimentación, su higiene, su actividad, los espacios que habita y hasta con quién los habita. El de Nadia era un olor estable en mi memoria olfativa, un olor tan conocido porque aun cuando sudaba en pleno coito no cambiaba; al contrario, se intensificaba y mi respiración se llenaba de ella en un fenómeno de incorporación que solo ocurre entre personas cuyos cuerpos se han tocado lo suficiente.

 

*

 

     La habitación 316 del hotel Vía Alteza estaba iluminada por el sol brillante de esa tarde calurosa. Por las puertas del balcón abiertas circulaba el viento que movía las cortinas con suavidad, lo cual daba una sensación de quietud mayor que si todo estuviese inmóvil. Como la primera vez, ocho meses atrás, no encontré a Nadia al abrir la puerta. Ella siempre llegaba antes que yo tras vernos —e ignorarnos— en el Café Samperio. Algunas veces la hallé acostada sobre la cama o de pie mirando por la ventana, cubriéndose un poco entre las cortinas si se había desnudado de antemano, porque le gustaba estar desnuda, se sentía cómoda con su desnudez. Sin embargo, no le gustaba que yo la desnudara, prefería hacerlo ella, y, si en ocasiones lo hacía antes de mi llegada, sospecho que era para recordármelo. Intuyo también que eso 
tenía que ver con su intención de controlar nuestra relación, pues ella insistió en llegar siempre antes que yo, ella eligió el hotel, el día y hasta la habitación.
     Sin ella la habitación me pareció triste. Al cabo de veinte minutos, supuse que ya no llegaría esa tarde.

*

     Volví al Café Samperio con la vaga esperanza de encontrar algún rastro de ella. Un hombre de unos cincuenta y cinco años que estaba siempre solo en la terraza bebiendo café y fumando un puro me miró con familiaridad. Adentro del café le

pregunté sobre Nadia a un hombre que atendía la barra cuando ella estuvo ahí, dijo saber de quién le hablaba, pero nada más. Al salir vi el puro del hombre en la terraza a medio consumir. Le pregunté por Nadia. Con un acento marcadamente

italiano, respondió que siempre se sentaba observando hacia el andador y pocas veces se enteraba de lo ocurrido en el interior del café. Me invitó a sentarme. Acepté. Comenté con frivolidad sobre lo caluroso de ese jueves y el andador lleno de gente.

     Él replicó:

—Es lindo. Me gusta mirar la multitud desaparecer como si yo mismo la aspirara en cada calada al puro. —Lo miré extrañado por su respuesta menos sosa que mi comentario y no del todo congruente con su aspecto áspero—. Por eso me

siento acá afuera y no miro lo que pasa adentro —añadió.

     Yo asentí sin ánimo de profundizar en su respuesta, seguía pensando en Nadia. Me ofreció un puro que sacó de un estuche de piel, un puro delgado que apenas alcanzaría para aspirar lo que quedaba de la multitud a esa hora.

—No quiero ser entrometido, pero, como usted preguntó… Esa mujer que está buscando, ¿quién es?

—Una amiga, debíamos encontrarnos por aquí cerca hace una hora.

—¿Tiene una foto de ella? Tal vez sí la he visto después de todo.

     No tenía una foto de Nadia. Cogí mi teléfono y busqué alguna en las redes sociales más populares, no encontré ninguna cuenta con su nombre. Aunque yo tampoco tengo ninguna ni uso las redes sociales, por un instante me pareció raro

no haberla encontrado.

—¿No contesta el teléfono? —dijo al verme con mi teléfono. Me dio pereza y un poco de vergüenza explicarle a un desconocido que tampoco tenía el número de teléfono de… una amiga. En realidad, no tenía nada de Nadia excepto una

dirección de correo electrónico y, por absurdo que parezca, hasta esa tarde nunca me hizo falta.

     Negué con la cabeza, tratando de ser lo más vago posible. Él me ojeó con escepticismo.

—Su amiga…, ¿ella quiere que la encuentre?

     Me reí, este hombre, para no querer ser entrometido, lo era bastante.

—Pues, como no llegó a nuestra cita, no puedo saberlo. No soy peligroso —le aclaré.

—¡No, claro que no! Una disculpa.

—Está bien, tiene razón: yo pregunté. Alfonso Egurri, por cierto —me presenté extendiéndole la mano.

—Paolo Arrighi, mucho gusto.

     Fumamos en silencio. Los empleados del café comenzaron a levantar las mesas y sillas alrededor de nosotros. La mayoría de los cafés en esta parte de la ciudad tienen la mala costumbre de cerrar temprano. Luego de unos minutos, Paolo se fue

dándome una palmada en la espalda y sin decir nada más. Yo solo dije:

—Gracias por el puro.

     Cinco minutos después me encaminé de vuelta al hotel.

 

*

 

     Encontré la habitación igual que un rato antes, excepto por un detalle que me provocó una excitación tan breve como engañosa: me tomó un momento darme cuenta de que los pliegues en el edredón sobre la cama los había hecho yo mismo un rato antes. Me serví un vaso de agua y me recargué sobre la barandilla del balcón a contemplar el patio interior diez metros abajo, este también tenía un aspecto triste, con un tono levemente amarillento por el avance del atardecer. Me embargó una sensación de pérdida.

     Recordé una tarde cuando Nadia tuvo una discusión con su marido por teléfono. No entendí de qué hablaban, pero ella daba vueltas alrededor del cuarto visiblemente alterada. Cuando colgó se acostó junto a mí, me besó con intensidad,

como si con ese beso renegara de lo discutido con su marido. Tuvimos sexo y, al terminar, se quedó dormida dándome la espalda durante poco menos de una hora, luego se levantó de la cama silenciosamente y salió al balcón, mostrándose desnuda sin miedo ni vergüenza. La observé durante varios segundos, primero dudoso de si su estado era de vigilia o sonambulismo, luego con la mórbida idea de que caería de un instante a otro. Observé cómo se le contraía la carne de las nalgas y la piel se le erizaba con el viento frío, ella volteó a verme y luego devolvió la vista al patio, entonces yo me apresuré a decir algo que no tenía intención de decir y de inmediato comprendí necio:

—No vayas a saltar.

     Ella tardó un par de segundos en comprender, después sonrió y me aseguró:

—No seas tonto, jamás me mataría frente a ti.

     Me pareció una respuesta tremenda, aunque no quise aclarar por qué no se mataría delante de mí ni si sería capaz de matarse. Es un tema duro para mí el del suicidio.

 

*

     Me quedé dormido sobre la cama. Tras un rato, sirenas de patrullas o ambulancias pasando por la Vía Alteza me despertaron. El sol se había metido y la habitación estaba oscura excepto por la luz de los faroles del patio que entraba por el balcón con las cortinas abiertas. A las 20.38 salí del hotel, caminé por el andador hacia mi coche, estacionado cerca del Café Samperio. En el callejón donde se encuentra la zona de carga y descarga de la tienda departamental Hammer & Hamlin había policías y ambulancias y una docena de fisgones tratando de ver lo que ocurría. Me sumé a ellos, alcancé a ver una bolsa negra en una camilla, alguien me dijo que era el cadáver de una mujer. Sentí una corriente eléctrica recorrerme todo el cuerpo y de inmediato me alejé de allí angustiado ante la posibilidad de que el cadáver fuera Nadia.

     Llegué a mi apartamento con una melancolía que me tomó desprevenido. Le escribí a Nadia un mensaje de correo electrónico pidiéndole que me diera señales de estar viva. Esa noche no contestó.

 

*

 

     El día siguiente salieron notas sobre el asesinato en el callejón en dos periódicos de la ciudad. Ninguna daba a conocer la identidad de la mujer, no quedaba claro si trataban de ocultar su identidad estratégicamente o si aún la desconocían. El

sábado hubo un par de menciones en esos mismos periódicos y quizás en la radio y la televisión, esto último lo ignoro. Luego nada. Un crimen que en otra época o en otra ciudad sería un escándalo, acá no parecía causar más que un interés fugaz de los medios locales y los fisgones de paso.

     Nadia seguía sin responder a mis mensajes de correo, en los que le pedía que me dijera al menos si estaba viva. Como su falta de respuesta podía significar que estaba muerta, el lunes me atreví a ir a las oficinas policiales para acabar con mi

incertidumbre. Después de llenar un formato de registro y mostrar mi documento de identidad, pude entrevistarme con Sergio Pasquel, el detective a cargo del caso. Con demasiada prisa le pedí ver el cuerpo, argumentando que tal vez podría

identificarlo.

—¿Por qué cree que podría identificarlo? —cuestionó escéptico.

—Esa tarde vi a mi amiga en el Café Samperio, luego la esperé en el hotel Vía Alteza. Nunca llegó. No he podido encontrarla desde entonces. Como el asesinato ocurrió entre el café y el hotel, es por eso…

—Pues no, señor Egurri, el cuerpo está identificado. No es usted un familiar, así es que, a menos que tenga otra información relevante que ofrecer, no tiene nada que hacer aquí.

—¿Quién es?

—Eso no es apropiado decírselo. El caso es delicado, no tiene usted ninguna conexión formal con la víctima y se ha presentado aquí sin… —se interrumpió, en ese instante sentí el peso de una pérdida. Sergio Pasquel debió percibirlo, pues, en lugar de finalizar lo que estaba diciendo, articuló—: Aunque comprendo que debe ser difícil cargar con su duda. ¿Por qué no me dice el nombre de su amiga y yo le confirmo si se trata de la misma persona?

—Nadia González Aranda.

—No es ella. Le recomiendo que busque bien a su amiga. O trate de entenderla… —concluyó.

     Noté un alivio enorme, el corazón, que se me había acelerado, comenzó a recuperar su ritmo normal. Con la calma me percaté de la osadía que implicaba estar ahí: acababa de ponerme cerca del lugar del asesinato en el callejón, con oportunidad y sin una coartada consistente. Dejé el asunto antes de que Pasquel pensara lo mismo, pero fue inútil, el día siguiente me llamó para confirmármelo:

—No existe ninguna Nadia González Aranda en la ciudad ni en el país, al menos nadie con ciudadanía y documentos nacionales de identidad. Me parece raro, no es un nombre extravagante ni nada. ¿A usted no?

—Imagínese… —respondí con desaliento.

—Lo que me estoy imaginando no lo deja muy bien parado. ¿Qué tal si viene, digamos, ahora mismo, y me explica bien de dónde sacó ese nombre?

     Pasquel era un hombre delgado, atlético, con una estatura promedio, piel oscura y rasgos circulares. Su actitud le daba un aspecto recio, en contraste con su camisa rosa tenue y el empeño general que ponía en su arreglo personal, mayor que

el de los demás trabajadores de la comisaría.

—La razón por la que le llamé, en lugar de mandar a un par de oficiales a buscarlo, es porque su visita de ayer lo hace parecer inocente con demasiada casualidad. Ingenuo, yo diría. Creo que usted está confundido, pero, por ahora,

no pienso que esté implicado directamente en el asesinato. Ahora que, si lo está, supongo que merece el beneficio de la duda por su atrevimiento. Dígame, ¿quién es Nadia González Aranda?

     Tras una pausa larga, durante la cual Pasquel no dejó de mirarme fijamente, le conté la verdad; en esas circunstancias no podía prever adónde me llevaría una mentira. Entonces él adoptó una actitud distinta. Un elemento de culpabilidad se

desprendía con naturalidad de mi relación con Nadia, una relación secreta basada en el intercambio erótico y —a veces— afectivo, un nombre falso, ninguna manera de contactarla…

—De modo que usted estuvo en el Samperio entre las cinco y las cinco cuarenta y tres, de ahí fue al hotel Vía Alteza caminando por el andador Juan Frei, unos cuarenta minutos después volvió al Samperio, donde habló y compartió un puro con un italiano llamado Paolo Arrighi, y luego regresó al hotel, en donde estuvo hasta las ocho treinta y ocho de la noche.

—En resumen, así es.

     Me preocupó que se enfocara en mis movimientos de esa tarde y no en mi respuesta a su pregunta sobre la identidad de Nadia.

—Y llevaba encontrándose con esa mujer…, ¿cuánto tiempo?

—Treinta semanas. Dieciocho veces —precisé.

—Una posibilidad es que ella le haya dado un nombre falso para protegerse, lo admito; otra es que usted me haya dado un nombre falso para protegerse. La primera no es asunto mío, la segunda, sí. El asesinato fue cometido entre las seis treinta y las ocho treinta, mientras usted asegura que estaba en el hotel o de camino entre el café y el hotel. Oportunidad tuvo de sobra, por lo tanto, tengo que considerar la posibilidad de que el cadáver que tengo en custodia es de quien usted dice conocer por Nadia González Aranda. ¿Le parece sensato? Debe parecerle, por eso vino ayer, ¿verdad?

—No del todo, es cierto que el cadáver podría ser el de Nadia, pero yo no le he mentido. ¿Por qué habría de darle un nombre falso? Eso no tiene sentido; además, su conjetura me hace sospechoso de asesinato, y dado que ni siquiera estoy seguro de a quién han matado… En cualquier caso, le aseguro que yo no he matado a nadie.

—¡Ah, bueno, si usted me lo asegura…! —se burló Pasquel.

—Ella tenía un marido. Si la mataron cuando iba a encontrarse conmigo, ¿por qué no lo interrogan a él?

—La víctima no tenía marido, era divorciada. ¿Ve? Ni siquiera tenía un marido de quien protegerse dándole a usted un nombre falso. ¿Se le ocurre qué otros motivos tendría para mentirle?

—¿Se refiere a Nadia o a la mujer que asesinaron? Usted parece dar por hecho que se trata de la misma persona, pero eso no lo hemos aclarado. Ayer usted me aseguró que no tenía nada que hacer aquí, ahora le digo yo que, si no me dice de

quién es el cadáver, no tenemos nada más de lo que hablar.

     Con desgana, sacó de un cajón una carpeta y de esta una fotografía, la estiró hacia mí. En la fotografía aparecía una mujer de los hombros hasta la cabeza, muy limpia, con una coloración opaca y grisácea, acostada sobre una superficie metálica.

     La mujer tenía pelo rubio, piel clara, cara ovalada —los huesos de la mandíbula casi le daban una forma de triángulo, pero una barbilla discreta, redondeada, atenuaba ese efecto—, la nariz era levemente redonda en la punta y parecía juntarse con las cejas bien pobladas, los labios eran delgados, aunque eso podía ser engañoso debido a la pérdida de coloración post mortem. No era Nadia, pero extrañamente había cierta familiaridad: el mismo tipo de rostro, la misma edad. Sentí algo desagradable al mirar la fotografía: pena por ella, esa mujer desconocida cuya muerte me había angustiado durante varios días.

—No es ella. ¿Quién es?

—Tardó en reconocer que no es ella.

—Es fácil reconocer que no es ella, pero ha de saber que no tengo la costumbre de mirar fotos de cadáveres de mujeres asesinadas.

—Su nombre es Gloria Menna. Le perforaron el abdomen con un cuchillo, la herida es de dos centímetros de ancho, profunda. No es muy profesional. Murió con dolor, no hay forma de no sufrir con una herida en esa parte del cuerpo, pero se desangró rápido por la aorta abdominal. Hay hematomas en las dos muñecas y en el antebrazo izquierdo, signo de un probable forcejeo. Si murió cerca de las siete, aún había luz solar. La clínica forense no es capaz de determinar ese detalle, pero hay otras maneras de averiguarlo. Lo del cuchillo no me cuadra.

—¿Porque es poco profesional?

—Exacto, un cuchillo de cocina probablemente. También es poco común encontrar cadáveres en una parte de la ciudad como esa. En mis diecinueve años como policía nunca había pasado.

     Ni la muerte de Gloria Menna ni la ausencia de Nadia González tenían sentido.

—Llegué al Café Samperio a las cinco de la tarde… —empecé mi declaración formal.

     Al terminar, Pasquel me advirtió no decir nada a nadie sobre el caso, y lo hizo como una amenaza:

—La justicia es muy caprichosa en este país, no le conviene jugar con ella. Todavía no lo voy a acusar, pero sepa que lo considero sospechoso.

     Pasquel ya había dicho que se trataba de un caso delicado y la falta de cobertura de la prensa sugería lo mismo. No sabía con precisión cómo aplicaba Pasquel el adjetivo delicado, pero, a decir verdad, no me inquietaba demasiado. Me preocupaba Nadia, el enigma de su desaparición, al que se sumaba ahora el de su identidad.

 

*

 

     «Entre la desaparición y la muerte la diferencia la establece el cuerpo», escribí en una servilleta mientras tomaba un vaso de cerveza y ponía en orden los sucesos recientes en un bar cerca de la comisaría. Me entretuve con esa idea. Con un poco

de suerte, podría surgir algún texto de esa situación. Seguí escribiendo: «La realidad del desaparecido la determina su ausencia: la desaparición es un evento cuyo único referente acaba siendo uno mismo, la propia memoria, la percepción de que el otro era, estaba, aquí, allá, de cierto modo. El desaparecido solo tiene presencia como posibilidad en otra parte. La muerte, en cambio, tiene su referente en un cuerpo en proceso de descomposición: el muerto, incluso ido, tiene una presencia inobjetable». Gloria Menna estaba muerta, Nadia estaba desaparecida. Desaparecida para mí a tal grado que se había llevado con ella hasta su nombre.

     Me sentí agraviado, desde que salí de la comisaría, durante el rato que pasé en el bar, al llegar a mi apartamento, cada vez mi sentimiento de agravio lo consideré más justificado. Me serví un vaso de whisky, y luego otro, y otro… Al final fueron

seis y todavía me sentí agraviado, pero tranquilo, y ya con el ánimo distendido me pregunté: ¿qué diablos esperaba de una relación con una mujer a quien solo veía en un cuarto de hotel y de quien no tenía ni su número de teléfono? ¿La habría

buscado si no hubiesen matado en ese callejón, a esa hora, a una mujer llamada Gloria Menna? ¿Me habría enterado de que me dio un nombre falso si no hubiese ido a buscarla a la comisaría de policía? Esa noche fui incapaz de responder a esas preguntas.

Capítulo 1
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